Crecí donde no había verdades, sólo mentiras mal contadas. Donde las afirmaciones no son ciertas, sólo las acciones. Donde decir algo significa muy poco y hay que saber cuando significa algo. Así me enteré del mundo en que vivía, de unos seres llamados adultos y de cómo se comportaban.
Donde yo vivía las cosas no eran realmente como se decía que eran. Tuve que obviar las palabras y buscar el verdadero significado de las frases. Supe que la gente decía una cosa cuando realmente querían decir otra. En la tele por ejemplo, siempre decían que un programa empezaba a una hora, sin embargo, en realidad empezaba una hora más tarde. Ya ni siquiera era cosa para asombrarse o comentarla durante la cena, era solamente algo que se sabía y se aceptaba sin intentar cambiarlo de alguna forma. Siempre había mentiras mal contadas, que eran verdades en algún modo. Mi madre siempre me decía que si me tragaba el chicle se me pegarían las tripas. Un día lo hice y nada pasó. Así que lo seguí haciendo. Me gustaba como se sentía cuando pasaba por mi garganta, pero más me gustaba que mis tripas no se pegaran. También descubrí que "El Viejo" o "El Cucuy" sólo se lleva a los niños en ocasiones muy especiales, cuando ya tienen muy mala suerte. Pude, después de mucho tratar, entender la intención detrás de la burla familiar. Que cuando te llamaban "feo" con una sonrisa era porque te querían, estuvieras como estuvieras. Que los golpes en juego son lo mismo que los te quieros .
Un solemne día me prometí a mí mismo que no volvería a mentir. En ese momento realmente pensaba cumplir cabalmente mi promesa y por algún tiempo lo hice. Sin embargo, entonces no sabía que no mentir no implicaba decir la verdad. Puesto que no hay mejor manera de mentir que decir la verdad tan cruda, muchas veces creyeron que estaba mintiendo cuando en realidad les hablaba sinceramente. Así que mentí diciendo la verdad, pero nunca dije la verdad porque en realidad (para ellos) estaba mintiendo.
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