martes, 31 de enero de 2006

La caja rosa. V

No, buscar una caja no sonaba estúpido; pero…¿buscar una caja para guardar los pensamientos? Eso sí parecía estúpido, sin embargo no quería herir sus sentimientos.

-No veo cómo se puedan guardar los pensamientos en una caja. No hay forma de materializarlos –repuso Oliver.

-No, no se materializan –dijo ella-; pero sí que pueden guardarse. Algunas personas compran diarios para escribirlos. Yo compro cajas para guardarlos.

Oliver no sabía qué pensar de aquella idea. Parecía una locura; pero lo puso a pensar. Él no hacía nada con sus pensamientos. Por lo general sólo pensaba en ellos durante un momento para después descartarlos. Sus pensamientos no eran de ninguna forma productivos, consistían en su mayoría en despreciar su vida y añorar algo faltante. Tal vez esa realidad podría ser más patética que la de Silvia. Al menos ella sabía qué hacer con sus pensamientos: los guardaba en cajas. Si por un momento los pensamientos se materializaran, los de ella estarían todos en cajitas mientras los de él estarían perdidos por toda la ciudad, encerrados en la cajuela y enterrados en su almohada. ¿Quién era él para juzgarla?

-¿Y por qué la urgencia de guardar un pensamiento? –le preguntó él, interesado.

Ella se sorprendió que él no la creyera una demente o que al menos le siguiera el juego. Sintió confianza en contestar.

-Acabo de terminar con mi novio –confesó-. Sin embargo, su recuerdo está siempre conmigo, y me hace miserable. No puedo concentrarme en el trabajo, no pongo atención por dónde camino, me la paso sentada en el sofá de mi casa pensando que él está al lado mío, incluso olvidé llevar el auto a reparar. Tengo que guardar los pensamientos que tienen que ver con él. Tengo que seguir adelante.

Su explicación era tan sencilla que tenía sentido. A la gente le costaba trabajo seguir adelante porque seguía pensando en el pasado. Aunque Oliver no acababa de entender bien cómo meter los pensamientos en una caja podría ayudar a seguir adelante. En ese momento, Oliver vio el gran edificio gris al que acudía cada día a trabajar. Empezaba a sentirse curioso por Silvia y su búsqueda de una caja; sin embargo tenía que trabajar. Cada quien debía seguir su camino. Aquello no era una amistad sino un favor que le había hecho a una desconocida.

-Silvia, ha sido agradable conocerte y te deseo suerte buscando tu caja –dijo Oliver muy formal-. He llegado a la oficina, así que me temo que es lo más lejos que puedo llevarte.

-Es perfecto –dijo ella agradecida-. Caminaré desde aquí, nunca se sabe dónde puedo encontrar lo que busco.

Silvia sacó sus lentes de sol de la bolsa y se los puso mientras Oliver orillaba el auto para que ella bajara. Se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta al momento que volteó hacia Oliver.

-Gracias, Oliver. Que tengas un buen día en el trabajo.

-Nunca son buenos, pero gracias –le contestó él.

Ella salió del auto y cerró la puerta. Sabía que no volvería a verla. Era la primera vez en años que sentía que en realidad se había conectado con alguien y ahora ella salía de su auto y él iría al trabajo, a decirles a los demás qué estaba bien y qué estaba mal sin saber todavía qué faltaba en su vida. Volvió la sonrisa pesimista, al saber que nada bueno pasaría de ahora en adelante. Justo cuando se disponía a arrancar, creyó tener un dejá vu. Silvia estaba ahí, saludándole de nuevo. Oliver bajó la ventana.

-Estaba pensando –le dijo ella-, ¿quisieras acompañarme a buscar la caja?

Oliver no sabía qué contestar. Hace unos instantes había pensado que no volvería a ver a Silvia en su vida, y ahí estaba ella, invitándolo a acompañarla.

-Tengo que ir a trabajar –le contestó.

-¡Vamos! –le dijo ella insistente-. ¿Vas a decirme que eres indispensable en tu trabajo? ¿Qué si no vas tú nadie sabrá que hacer y todo será un desastre?

No, probablemente no. Nunca había faltado al trabajo, lo que lo hacía pensar que era de alguna forma importante para la compañía; pero ahora que lo pensaba, nadie era importante ahí. El presidente de la compañía ni siquiera los conocía. Si alguien fallaba, lo despedían, así de simple, sin importar que nunca hubiera faltado. A lo sumo, cuando llegara a la oficina al día siguiente, lo esperarían más papeles que de costumbre en el escritorio. Tal vez ésa era la oportunidad que estaba esperando. Tal vez haciendo algo diferente, buscando en otros sitios, encontraría lo que le faltaba. Se sintió como un estudiante escapándose de clases, emocionado de hacer algo que se supone no es debido.

-Voy a estacionar el auto a la vuelta de la esquina.

Arrancó y creyó ver a Silvia dando un pequeño brinco de alegría. Dejó el auto estacionado a escasas cuadras de la oficina. No le preocupó siquiera que alguien del trabajo lo viera encontrarse con una pelirroja mientras se suponía debía estar trabajando. Ella lo alcanzó enseguida.

-¿Tienes idea de por dónde empezar a buscar? –preguntó Oliver.

Silvia negó con la cabeza.

-Parte del encanto es mirar hacia todas partes –le dijo-. A veces, volteamos a donde jamás lo haríamos, y encontramos cosas que no esperamos ver.

Oliver sonrió incrédulo ante esta declaración; pero queriendo tratar de creerla también. De pronto regresó a la idea de que estaban vestidos con los mismos colores. Esta vez no le importaba lo que pensara la gente. Incluso la idea de que pudieran creer que eran una pareja le causó un secreto entusiasmo. Nunca había sido bueno en las relaciones amorosas, así que el que lo vieran caminando con una mujer, vestidos con atuendos que hacen juego, como si fueran la pareja ideal lo hacía sentirse realizado y satisfecho. Sabía que era una ilusión; pero el que los demás pudieran pensarlo lo hizo sentirse menos mal consigo mismo.

Silvia platicaba haciendo muchos aspavientos. Contaba de cómo había encontrado anteriormente cajas para sus pensamientos. Para otro ex novio, por ejemplo, a quien le gustaban los autos, había encontrado en la basura una caja vieja de batería para auto. Sacó la batería y guardó los pensamientos del ex novio en la caja. También tenía una caja para la vergüenza. Ahí había guardado el pensamiento de que todos en el trabajo habían visto aquel agujero en su pantalón que ella descubrió hasta llegar a casa en la noche.

-Y las cajas –se preparó a preguntar Oliver, ya intrigado con la conversación-, ¿deben ser de cierta forma o color específico?

-Depende –le contestó ella.

-¿De qué?

-Si es un pensamiento que quiero olvidar o recordar –dijo ella muy seria.

Aunque quería entenderla, no podía. Silvia era tan distinta a él y a todas las personas que conocía que le costaba trabajo pensar que era real. Tal vez en su decepción de la vida la había inventado para entretenerse. Si otra persona le hubiera contado que guardaba sus pensamientos en cajas, la hubiera creído loca. A Silvia no la consideraba una loca; al contrario, cada palabra que salía de su boca estaba llena de un significado y sentido al que el jamás había siquiera aspirado en su vida.

El viento parecía soplar más fuerte entre los edificios. Sacudía el cabello de Silvia como si éste quisiera seguir los ademanes de sus manos. Sus ojos de nuevo se veían rojizos. Habían caminado unas cuantas cuadras hacia el poniente sin visitar ninguna tienda ni detenerse en alguna parte.

-¿Qué tipo de pensamientos vale la pena recordar? –preguntó Oliver.

-Muchos –contestó Silvia-. A menudo tienen que ver con mi familia. Como el cumpleaños de mamá. Tengo que ponerlo en una caja especial, de la que lo pueda sacar con facilidad para acordarme de llamarla.

Oliver escuchaba sin decir nada, pero saboreando cada palabra.

-Hay muchos pensamientos más que vale la pena recordar –continuó ella-. Los amigos, los buenos momentos, las cosas que uno ha hecho bien. A veces siento que mi vida carece de sentido y es entonces cuando tengo que recordar algo bueno.

La atención de Oliver se despertó al escuchar aquello. Constantemente creía que su vida carecía de sentido, mas nunca encontraba algo bueno en qué pensar. Comúnmente seguía ahogándose en el absurdo hasta que terminaba dormido o medio ebrio y sólo esperaba que amaneciera para volver a tener algo qué hacer, fuera lo que fuera.

-¿Algo bueno? – preguntó Oliver pensando en voz alta-. Es tan difícil pensar en algo bueno cuando hay tantas cosas malas.

-Por supuesto que es difícil –le contestó-. Es por eso que siempre trato de deshacerme de esos pensamientos. Hay cosas que no ayudan en nada, sólo son un estorbo, es por eso que las encierro en algún lugar donde no puedan regresar.

Ella entendía a Oliver pues muchas veces se había sentido así. Con su mano, intentó tocar la de él, pero la detuvo el temor de que aquel gesto pudiera ser demasiado personal, así que sólo tomó su muñeca. Oliver se estremeció un poco y Silvia pensó que había sido buena idea no tocar su mano. Él no estaba acostumbrado a que los demás lo tocaran; pero no le molestaba que ella lo hiciera. Por un momento, se sintió aliviado de descartar la idea de que Silvia no fuera real. No sabía bien como reaccionar ante ella y eso lo ponía notablemente nervioso.

Silvia parecía muy apenada y retiró la mano, desviando la vista y tratando de retomar la conversación. Mientras pensaba en una forma rápida de regresar a la conversación, unos dedos fríos impidieron que su mano izquierda entrara en el bolsillo de su saco. Oliver, en un momento impulsivo y tan sorpresivo para él como para ella, había entrelazado sus dedos con los de Silvia y dirigía su brazo más hacia su cuerpo. Silvia se quedó atónita un momento, y después volteó a verlo y le sonrió.

domingo, 29 de enero de 2006

La caja rosa. IV

No se sentía cómodo de llamar Sisi a una mujer que acababa de conocer. No se sentía incluso bien de llamarla Silvia. Prefería no llamarla de ninguna forma.

-¿En qué trabajas, Oliver? –preguntó.

En ese momento se arrepintió de haber subido aquella mujer parlanchina a su auto. No quería contarle nada de su vida. Hasta consideró darle un nombre falso cuando se lo preguntó. No veía cómo ayudarla podía brindarle satisfacción a su vida si hasta ahora el viaje al trabajo había sido un tormento. De lo que menos quería hablar era de su vida rota y sin sentido. Ya suficiente era con levantarse todos los días a trabajar y conducir hasta la oficina como para seguir hablando de eso en lo que debería ser su momento de reflexión, de soledad. Recordar la mirada de la mujer que cruzaba la calle fue lo único que impidió que no detuviera el auto y decirle a Silvia que era lo más lejos que podía llevarla. Nunca le había importado lo que los demás pensaran y sin embargo, ahora todas las miradas parecían puñales clavados en su espalda.

-Soy auditor –contestó a secas-. Trabajo para una compañía que hace auditoría externa.

-Ah, vaya –dijo Silvia con cierto descontento.

-¿Qué pasa? – preguntó él, para su sorpresa, con cierta picardía-. ¿Eres del tipo de las personas que juzgan a la gente por su trabajo?

Ella sonrió. Por un momento sintió que la barrera entre ellos se había venido abajo, lo que le permitió expresarse con toda franqueza y desenvoltura.

-No –dijo ella, girando los ojos hacia arriba-. No tengo razones para creer que eres un tipo aburrido que se encarga de señalar los errores de todos y es incapaz de ver los propios.

Oliver borró la fugaz sonrisa de su rostro. Ella de inmediato sintió que había ido demasiado lejos con el comentario y que la barrera había vuelto a erguirse aún más alta que antes. Curiosamente, Oliver no estaba enojado. Silvia tenía razón. Era un tipo aburrido al que le pagaban por buscar errores cuando ni él mismo sabía qué estaba mal en su vida, o peor aún, qué estaba bien. Tanta sinceridad visiblemente lo alteró. Una desconocida había venido a hacerle ver sus verdades. Qué ironía.

-Lo siento –se disculpó ella muy apenada-. No debí haber dicho eso. No lo pienso, de verdad.

Verla tan preocupada le provocó risa a Oliver y por primera vez en el viaje, sintió simpatía hacia ella.

-No te preocupes –le dijo sonriendo-. Puede que tengas algo de razón. Me temo que ahora tendrás que decirme a qué te dedicas tú.

Ella lo miró aliviada. Pensó que Oliver era de los que no sonreían; pero ahora veía que las sonrisas le quedaban bastante bien. Todos coincidirían en que Oliver era un hombre apuesto una vez que les preguntaran; sin embargo, pocas personas realmente lo creerían sin haberlo meditado, tal como ahora lo creía Silvia.

-Soy diseñadora –dijo ella-. Diseño muebles y accesorios de decoración.

Oliver quería gastarle una broma y decir algún comentario negativo sobre los diseñadores; sin embargo, no se le ocurrió ninguno. No conocía ningún diseñador. Habría sido más fácil si hubiera sido contadora, o vendedora, o abogada.

-Si piensas que estamos todos locos de tanto inhalar resina, solventes y demás químicos –se le adelantó ella-, probablemente tengas razón.

Ni siquiera sabía que los diseñadores usaban todo eso. No se los imaginaba más que dibujando con lápices de colores; pero agradeció el comentario que dejó las cosas parejas entre ellos. Ya no tenía miedo de hablar con ella. Le hubiera agradecido que le hiciera más preguntas sobre su vida. De cierta forma, hablarle a alguien más y burlarse de las situaciones ayudaba. No estaba habituado a tener compañía, incluso prefería no tenerla; pero ahora, se percató que incluso estaba sonriendo mientras conducía, y no tan pesimista como antes.

Silvia movía los cabellos rojos con sus manos que corrían a tapar su boca que reía. Si nunca hubiera ido a tocar la ventana de su auto no la habría visto parada en la calle. Era del tipo de personas que jamás se notarían en una multitud y no obstante, después de intercambiar unas palabras con ella, era imposible de olvidar.

-Dime Silvia ¿qué es ese asunto tan urgente que tienes en el centro de la ciudad?

Ella dudó en contestar. Pensó en decir alguna mentira; pero finalmente se animó a decir la verdad.

-Estoy buscando una caja –contestó.

-¿Una caja? –preguntó Oliver, pensando que había escuchado mal-. ¿Tu asunto urgente es buscar una caja?

En aquel momento pensó en que la teoría de la resina y los solventes tal vez era verdad.

-Sé que suena estúpido –dijo ella- pero no lo es. Es muy importante para mí. Necesito una caja para guardar mis pensamientos.

La caja rosa. III

-Disculpe que lo moleste –dijo tratando de aplacar la mascada en su cabeza. –Mi auto se ha descompuesto y tengo un asunto urgente. ¿Puede usted llevarme?

Oliver no sabía qué hacer. Todo ese asunto había sido muy inesperado. El viento, el ruido, aquella mujer pidiéndole que la llevara. Eso no pasaba todos los días y lo hacía sentir confundido. No tenía por qué ayudar a la joven. No la conocía y además no tenía tiempo para ocuparse de los asuntos de los demás. Escasamente tenía tiempo para descifrar cuáles eran sus propios asuntos; sin embargo, sentía la rara necesidad de aceptar ayudarla. Tal vez eso era lo que le faltaba. Nunca había ayudado a nadie. Algunas personas encontraban satisfacción en ayudar a los demás. ¿Sería esa la solución? En algún momento entre todos aquellos pensamientos, su mano se escurrió casi inconscientemente hasta el botón que desactivaba los seguros del auto.

Ella no dudó en entrar. Actuaba con una naturalidad que resultaba intimidante. Se instaló en el asiento, subió el vidrio, se abrochó el cinturón de seguridad y se quitó la mascada de la cabeza para anudarla alrededor de su cuello. Él admiraba sorprendido aquel ritual hasta que el sonido del claxon de otro auto lo hizo darse cuenta que el semáforo ya había cambiado a verde, quién sabe hace cuánto tiempo.

Trató de recuperar el tiempo perdido arrancando rápidamente, sólo para ir a atascarse en el tráfico unos cuantos metros después. La mujer seguía arreglándose la mascada y guardó los lentes oscuros en la bolsa. Vestía una falda negra y una blusa y saco verde, al igual que la mascada. Su cabello era rojizo. No era ningún experto; pero parecía que el color era natural. Sus ojos, aunque tal vez por truco del sol, también parecían tener algo de rojo. Enseguida volvió la vista al camino cuando ella volteó a verlo.

-Agradezco mucho que me hayas ayudado –le dijo, olvidando que hace unos instantes le hablaba de usted –. Sé que en estos tiempos casi nadie se detiene a ayudar a alguien en la calle.

Oliver trató de restarle importancia al gesto. Después de todo, aquella acción no fue cien por ciento desinteresada o voluntaria. En parte se debía a su búsqueda por aquello que le faltaba y en parte porque en verdad no se dio cuenta del momento preciso en que le abrió la puerta. Hubo un pequeño silencio así que él por fin se decidió a preguntarle a dónde iba.

-Voy al centro –le contestó –. Supongo que tú también vas hacia allá. No se puede ir a muchos lados con esa ropa de trabajo.

El asintió con la cabeza. Faltarían al menos otros veinte minutos para llegar al centro y el tráfico era mortal. Aun así, no se animaba a entablar conversación con su pasajera. Dijo que iba al centro, sin embargo no había precisado el lugar exacto. Tal vez se trataba de algo personal y prefería no entrometerse. Ella, por el contrario, parecía ser de las que no les gustaba el silencio, y parecía inquieta por empezar a hablar.

-Estamos vestidos con los mismos colores –dijo ella con cierto entusiasmo.

Lo que decía era verdad. Los colores coincidían. En lugar de entusiasmo, la coincidencia le ocasionó un poco de pena. A los ojos de los demás podían parecer de esas parejas que buscan atuendos que hacen juego. El pensar que alguien podría relacionar que ellos dos eran una pareja le incomodó. No porque ella fuera fea o desagradable en algún sentido, sino porque nunca había sido bueno con las mujeres. Su indiferencia, apatía y falta de atenciones habían hecho fracasar muchas relaciones.

Otro semáforo en rojo. Una mujer transeúnte pasó frente al auto y echó una mirada al interior. Oliver sintió una punzada al pensar que la mujer podría estar juzgando en ese momento la poca atención que le ponía a su compañera. Incluso tal vez creería que la idea de los atuendos combinados era un intento desesperado de parte de ella por salvar la relación. Las mujeres hacen ese tipo de cosas, cosas que sólo aprecian otras mujeres como ellas. Cuando por fin arrancó el auto sintió un gran alivio. Su compañera parecía no haber notado la mirada de la otra mujer. Ella se concentraba viendo el cielo.

-La mañana es rosa –dijo ella riendo -¿Lo has notado?

-No –contestó Oliver.

Mentía. Fue lo primero que notó al salir de su casa; pero el hecho de tener otra cosa en común con ella le producía escalofríos.

-Me gusta el color rosa –decía ella, más para sí misma que para alguien más –. Pronto desaparecerá el color del cielo. El sol ya brilla fuerte.

Sus ojos rojos se pusieron tristes. Bajó la mirada de nuevo al automóvil y el tono rojo pareció volverse marrón común. Se frotó las manos y suspiró. Volteó a ver a Oliver, quien intentaba ignorar que sentía su mirada tan fuerte que lo ponía nervioso.

-No me he presentado, has de pensar que soy muy maleducada.

-La verdad no lo había pensado –contestó Oliver.

-Me llamo Silvia. Silvia Silvana Sanmiguel Sepúlveda –dijo ella, sonriendo, y anticipó cualquier comentario que pudiera seguir-. Mis padres estaban enamorados de la letra S. mi hermano se llama Sócrates Salomón. Creo que al menos a mí me fue mejor.

Aunque Oliver no pensaba hacer comentarios sobre su nombre, agradeció que aquella explicación saciara su curiosidad.

-Yo soy Oliver Vargas.

-Mucho gusto Oliver –dijo Silvia sonando como una adolescente-. Por cierto, puedes llamarme Sisi; es más sencillo.

jueves, 26 de enero de 2006

La caja rosa. II

El tráfico estaba terrible. Filas y filas de autos transitaban lentamente hacia sus destinos. El parabrisas estaba algo sucio. Al parecer, las pocas gotas de agua que cayeron durante la noche no hicieron más que embarrar la tierra acumulada de varios días. El semáforo acababa de cambiar a rojo. Se le había acabado el líquido limpiaparabrisas. Aquello no le resultaba tan molesto, de hecho, le provocaba una sonrisa. La sonrisa pesimista.

Mientras buscaba algún trozo de papel para limpiar el parabrisas él mismo, el sonido de golpes lo hizo voltear a la ventana. Una mujer de lentes oscuros con una pañoleta sobre la cabeza golpeaba el vidrio del lado del copiloto y saludaba alternadamente, en espera de una respuesta. Probablemente se trataría de alguna vendedora o una voluntaria de la Cruz Roja buscando donativos. Tratar de ignorarla parecía inútil, ya que ella seguía saludando, como si estuviera segura de que él respondería.

Como si no le quedara opción, bajó el vidrio. Fue como si abriera una puerta en ese mundo aislado en el que habitaba dentro de su propio auto. Los ruidos del exterior empezaron a introducirse en aquel pequeño espacio y a rebotar por sus rincones, haciéndose aún más evidentes y molestos. También se dio cuenta del fuerte viento que soplaba afuera, y cómo éste sacudía la pañoleta de aquella joven mujer, que ya sin el vidrio entre ellos, aparentaba tener menor edad de lo que en un principio le pareció.


No se trataba de una vendedora ni una voluntaria de la Cruz Roja. Aquella joven pedía algo mucho más complicado.

La caja rosa. I

Había amanecido de nuevo. Otro día, otro despertar sin saber a dónde había ido la noche y qué había hecho con ella. Siempre dejaba la ropa que se pondría sobre una silla vieja al lado de la cama. Ver la ropa, tendida ahí, ridícula sin vestir a nadie le hacía volver a la realidad. El pantalón oscuro, la camisa verde y la corbata, indicaban que era un día de trabajo. ¿Qué el fin de semana nunca llegaba? Más bien se iba tan rápido como las noches y dejaba en la boca el sabor de la inexistencia.

Oliver salió aún anudándose la corbata pero echó una ojeada al cielo, con la certeza de que sus dedos habían anudado tantas corbatas que no necesitaban la supervisión de sus ojos. El amanecer era rosa. Una sonrisa se apoderó de él. No era el tipo de sonrisa optimista sino el peor tipo: la sonrisa pesimista. Cuando uno empieza a sonreír en esos casos es indicio de que ha acabado por encontrarle un cierto amor al pesimismo porque nunca lo defrauda. Recordó lo que la gente entiende por ver la vida de color de rosa. Ahí estaba él, viendo la vida color de rosa en el más literal de los sentidos y sin embargo, no le quedaban esperanzas para pensar que aquéllo era señal de que algo bueno iba a pasar. El rosa definitivamente estaba sobrevaluado.

Tampoco manejar le costaba esfuerzo de concentración, al menos no cuando conducía hacia el trabajo, así que en esos momentos se daba tiempo de pensar. Hacía mucho ya que había estado buscando algo y no sabía qué era. Algunos buscaban aventura, otros, amor; otros poder. Todos tienen sus razones para buscar lo que buscan. Él también tenía una razón: algo le faltaba. El problema es que cuando no se sabe qué es lo que falta es muy difícil encontrarlo.

Su problema había sido caminar sin rumbo por mucho tiempo. Evidentemente había llegado a un lugar; pero no sabía a dónde o qué representaba. Así que ahí estaba. Toda su vida era ese lugar al que llegó por azar, por caminar sin rumbo. No era raro que en ese lugar vivieran más personas perdidas al igual que él. Al menos, su teoría era que el reciente aumento en el índice de suicidios se debía a que estas personas perdidas por fin habían encontrado aquel lugar donde deberían estar.

El suicidio no era algo que le pasara por la mente; pero entendía casi siempre a quienes lo cometían. La idea de morir le dio escalofríos. Oliver simpatizaba más con la idea de dejar la gran ciudad para irse a vivir en algún lugar tranquilo y pequeño, otra nueva tendencia de los últimos años. De todas formas, había una razón por la que seguía en esa gran ciudad y por la que seguía avanzando en las páginas de su vida aún sin entender muy bien de qué se trataba su historia.

Algo le faltaba. De alguna manera sabía que no podía morir hasta no saber qué es lo que buscaba y sabía que una vez que lo encontrara, no querría morir para no dejarlo. Así que sin saber mucho más, aquello que buscaba era la razón de su existencia, lo tuviera o no.

lunes, 23 de enero de 2006

Mientras...

Hay un cierta indiferencia general que se ha apoderado de la mayoría de las horas de mi vida. Desde hace ya buen rato que he concluído que esa indiferencia es uno de mis principales sistemas de defensa. ¿Defensa contra qué?, contra todo: el mundo exterior y, a veces, el interior. Siempre he dado el consejo de que no se debe esperar nada de nadie ni de nada. Y heme aquí, esperando todo de la vida y mucho de algunas personas y no recibo eso que espero. Qué pinchi fácil es dar los consejos pero que pinchi difícil es seguirlos. Por eso yo siempre tomo un consejo no por la persona que me los da, sino por el consejo en sí y lo que significa, porque sé que existen personas como yo que saben lo que tienen que hacer pero que luchan para poder llevarlo a cabo. O sea, que hay mucha gente (cada vez me doy cuenta de que son más) que sabe lo que tiene que hacer pero no lo hace, ¿por qué?, no lo sé, pero si tuviera que dar una respuesta diría que es por miedo. Y en eso del miedo yo me declaro un pinchi culón de primera (o sea, miedoso, porque sí estoy nalgón pero no tanto...). Puedo no sacarle a pegarme unos putazos con cualquier pendejo, pero sí se me hace chiquito el asterisco cuando tengo que hacer algo que represente un riesgo desentimental de cualquier tipo (cómo chingo con lo del riesgo...). Creo que soy más capaz de arriesgar mi físico que mis sentimientos en cualquier situación, por más joto-aventurero que esto pueda parecer. Y de lo anterior pueden dar cuenta mis múltiples cicatrices y fracturas en todo el cuerpo, y el hecho de que sólo hay 3 personas en el mundo que realmente puedo decir que conocen cómo me siento.

jueves, 12 de enero de 2006

wooow...

Pos qué pedernal. Aquí andou todavía disfrutandou de una extensión de mis vacaciones. La neta no me quiero ir. No quiero alejarme de Ella.

Quisiera saber las cosas con certeza. Todavía no es hora de que aprenda a confiar en mis instintos, a pesar de los múltiples intentos de éstos por demostrarme que son muy acertados. Como decía anteriormente, creo que esta vez no estuvo tan mal como los demás años. Me la pasé chingón en Año Nuevou y en mi cumple tambor. Parece como si siguiera solo única y exclusivamente por voluntad propia. Trato de mantenerme calmado y creo que lo único que realmente me preocupa es ser capaz de ganar mi propio dinerou. El título de "Desempleadou" no es uno que me agrade muchou, aún y cuandou no me emocione mucho la idea de ser millonario. Creo que esa necesidad de encontrar trabajo viene de la obligación moral que siento hacia mi mamá de retribuirle de igual manera el esfuerzo que realizó para sacarme a mí y a mi hermana adelante. "Sacar adelante"... ¿adelante de qué?... De eso sí estoy segurou: lo anterior es la principal razón por la que me desespera no estar ganando algo de feria todavía. Aunque no es la única, obviamente. También está el deseo de echar andar mis proyectos y de medir realmente mis fuerzas en el mundo real.

Pero en estos momentos realmente no sé que chingados me depara en la vida. Parece que sólo está ahí, la vida esperando a que yo me decida a hacer algo, lo que sea, cualquier cosa. Siempre he pensadou que, en la vida real, es más difícil cuando alguien tiene muchas opciones a cuando solamente se tiene una opción en la vida. Suena medio azotadou, egoísta, superficial, jactancioso y ridículou, al menos para mí sí, pero creo que es la verdad. Por eso a veces me siento así, tan perdido por tener que decidir uno de tantos caminos. Yo, que me gustaría recorrerlos todos y al mismo tiempo. Quisiera ser un electrón...

Todavía sigo sin escribir nada. Aunque ya en las noches empiezo a soñar algunos versos y en el día me siguen a donde voy, siempre acompañados de Su cara y esa sensación en el estómagou que no me parece del todo buena. La verdad no quisiera todavía escribirle algo. Me gustaría que me diera aunque sea un ligero indicio de que de alguna manera y en alguna magnitud siente algo parecido a lo que yo siento por Ella. Esperaré hasta que me lo dé. El indicio... Lo que no me gusta de esto es que, conociendo cómo es Ella, tendré que preguntar...