domingo, 29 de enero de 2006

La caja rosa. IV

No se sentía cómodo de llamar Sisi a una mujer que acababa de conocer. No se sentía incluso bien de llamarla Silvia. Prefería no llamarla de ninguna forma.

-¿En qué trabajas, Oliver? –preguntó.

En ese momento se arrepintió de haber subido aquella mujer parlanchina a su auto. No quería contarle nada de su vida. Hasta consideró darle un nombre falso cuando se lo preguntó. No veía cómo ayudarla podía brindarle satisfacción a su vida si hasta ahora el viaje al trabajo había sido un tormento. De lo que menos quería hablar era de su vida rota y sin sentido. Ya suficiente era con levantarse todos los días a trabajar y conducir hasta la oficina como para seguir hablando de eso en lo que debería ser su momento de reflexión, de soledad. Recordar la mirada de la mujer que cruzaba la calle fue lo único que impidió que no detuviera el auto y decirle a Silvia que era lo más lejos que podía llevarla. Nunca le había importado lo que los demás pensaran y sin embargo, ahora todas las miradas parecían puñales clavados en su espalda.

-Soy auditor –contestó a secas-. Trabajo para una compañía que hace auditoría externa.

-Ah, vaya –dijo Silvia con cierto descontento.

-¿Qué pasa? – preguntó él, para su sorpresa, con cierta picardía-. ¿Eres del tipo de las personas que juzgan a la gente por su trabajo?

Ella sonrió. Por un momento sintió que la barrera entre ellos se había venido abajo, lo que le permitió expresarse con toda franqueza y desenvoltura.

-No –dijo ella, girando los ojos hacia arriba-. No tengo razones para creer que eres un tipo aburrido que se encarga de señalar los errores de todos y es incapaz de ver los propios.

Oliver borró la fugaz sonrisa de su rostro. Ella de inmediato sintió que había ido demasiado lejos con el comentario y que la barrera había vuelto a erguirse aún más alta que antes. Curiosamente, Oliver no estaba enojado. Silvia tenía razón. Era un tipo aburrido al que le pagaban por buscar errores cuando ni él mismo sabía qué estaba mal en su vida, o peor aún, qué estaba bien. Tanta sinceridad visiblemente lo alteró. Una desconocida había venido a hacerle ver sus verdades. Qué ironía.

-Lo siento –se disculpó ella muy apenada-. No debí haber dicho eso. No lo pienso, de verdad.

Verla tan preocupada le provocó risa a Oliver y por primera vez en el viaje, sintió simpatía hacia ella.

-No te preocupes –le dijo sonriendo-. Puede que tengas algo de razón. Me temo que ahora tendrás que decirme a qué te dedicas tú.

Ella lo miró aliviada. Pensó que Oliver era de los que no sonreían; pero ahora veía que las sonrisas le quedaban bastante bien. Todos coincidirían en que Oliver era un hombre apuesto una vez que les preguntaran; sin embargo, pocas personas realmente lo creerían sin haberlo meditado, tal como ahora lo creía Silvia.

-Soy diseñadora –dijo ella-. Diseño muebles y accesorios de decoración.

Oliver quería gastarle una broma y decir algún comentario negativo sobre los diseñadores; sin embargo, no se le ocurrió ninguno. No conocía ningún diseñador. Habría sido más fácil si hubiera sido contadora, o vendedora, o abogada.

-Si piensas que estamos todos locos de tanto inhalar resina, solventes y demás químicos –se le adelantó ella-, probablemente tengas razón.

Ni siquiera sabía que los diseñadores usaban todo eso. No se los imaginaba más que dibujando con lápices de colores; pero agradeció el comentario que dejó las cosas parejas entre ellos. Ya no tenía miedo de hablar con ella. Le hubiera agradecido que le hiciera más preguntas sobre su vida. De cierta forma, hablarle a alguien más y burlarse de las situaciones ayudaba. No estaba habituado a tener compañía, incluso prefería no tenerla; pero ahora, se percató que incluso estaba sonriendo mientras conducía, y no tan pesimista como antes.

Silvia movía los cabellos rojos con sus manos que corrían a tapar su boca que reía. Si nunca hubiera ido a tocar la ventana de su auto no la habría visto parada en la calle. Era del tipo de personas que jamás se notarían en una multitud y no obstante, después de intercambiar unas palabras con ella, era imposible de olvidar.

-Dime Silvia ¿qué es ese asunto tan urgente que tienes en el centro de la ciudad?

Ella dudó en contestar. Pensó en decir alguna mentira; pero finalmente se animó a decir la verdad.

-Estoy buscando una caja –contestó.

-¿Una caja? –preguntó Oliver, pensando que había escuchado mal-. ¿Tu asunto urgente es buscar una caja?

En aquel momento pensó en que la teoría de la resina y los solventes tal vez era verdad.

-Sé que suena estúpido –dijo ella- pero no lo es. Es muy importante para mí. Necesito una caja para guardar mis pensamientos.

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