domingo, 29 de enero de 2006

La caja rosa. III

-Disculpe que lo moleste –dijo tratando de aplacar la mascada en su cabeza. –Mi auto se ha descompuesto y tengo un asunto urgente. ¿Puede usted llevarme?

Oliver no sabía qué hacer. Todo ese asunto había sido muy inesperado. El viento, el ruido, aquella mujer pidiéndole que la llevara. Eso no pasaba todos los días y lo hacía sentir confundido. No tenía por qué ayudar a la joven. No la conocía y además no tenía tiempo para ocuparse de los asuntos de los demás. Escasamente tenía tiempo para descifrar cuáles eran sus propios asuntos; sin embargo, sentía la rara necesidad de aceptar ayudarla. Tal vez eso era lo que le faltaba. Nunca había ayudado a nadie. Algunas personas encontraban satisfacción en ayudar a los demás. ¿Sería esa la solución? En algún momento entre todos aquellos pensamientos, su mano se escurrió casi inconscientemente hasta el botón que desactivaba los seguros del auto.

Ella no dudó en entrar. Actuaba con una naturalidad que resultaba intimidante. Se instaló en el asiento, subió el vidrio, se abrochó el cinturón de seguridad y se quitó la mascada de la cabeza para anudarla alrededor de su cuello. Él admiraba sorprendido aquel ritual hasta que el sonido del claxon de otro auto lo hizo darse cuenta que el semáforo ya había cambiado a verde, quién sabe hace cuánto tiempo.

Trató de recuperar el tiempo perdido arrancando rápidamente, sólo para ir a atascarse en el tráfico unos cuantos metros después. La mujer seguía arreglándose la mascada y guardó los lentes oscuros en la bolsa. Vestía una falda negra y una blusa y saco verde, al igual que la mascada. Su cabello era rojizo. No era ningún experto; pero parecía que el color era natural. Sus ojos, aunque tal vez por truco del sol, también parecían tener algo de rojo. Enseguida volvió la vista al camino cuando ella volteó a verlo.

-Agradezco mucho que me hayas ayudado –le dijo, olvidando que hace unos instantes le hablaba de usted –. Sé que en estos tiempos casi nadie se detiene a ayudar a alguien en la calle.

Oliver trató de restarle importancia al gesto. Después de todo, aquella acción no fue cien por ciento desinteresada o voluntaria. En parte se debía a su búsqueda por aquello que le faltaba y en parte porque en verdad no se dio cuenta del momento preciso en que le abrió la puerta. Hubo un pequeño silencio así que él por fin se decidió a preguntarle a dónde iba.

-Voy al centro –le contestó –. Supongo que tú también vas hacia allá. No se puede ir a muchos lados con esa ropa de trabajo.

El asintió con la cabeza. Faltarían al menos otros veinte minutos para llegar al centro y el tráfico era mortal. Aun así, no se animaba a entablar conversación con su pasajera. Dijo que iba al centro, sin embargo no había precisado el lugar exacto. Tal vez se trataba de algo personal y prefería no entrometerse. Ella, por el contrario, parecía ser de las que no les gustaba el silencio, y parecía inquieta por empezar a hablar.

-Estamos vestidos con los mismos colores –dijo ella con cierto entusiasmo.

Lo que decía era verdad. Los colores coincidían. En lugar de entusiasmo, la coincidencia le ocasionó un poco de pena. A los ojos de los demás podían parecer de esas parejas que buscan atuendos que hacen juego. El pensar que alguien podría relacionar que ellos dos eran una pareja le incomodó. No porque ella fuera fea o desagradable en algún sentido, sino porque nunca había sido bueno con las mujeres. Su indiferencia, apatía y falta de atenciones habían hecho fracasar muchas relaciones.

Otro semáforo en rojo. Una mujer transeúnte pasó frente al auto y echó una mirada al interior. Oliver sintió una punzada al pensar que la mujer podría estar juzgando en ese momento la poca atención que le ponía a su compañera. Incluso tal vez creería que la idea de los atuendos combinados era un intento desesperado de parte de ella por salvar la relación. Las mujeres hacen ese tipo de cosas, cosas que sólo aprecian otras mujeres como ellas. Cuando por fin arrancó el auto sintió un gran alivio. Su compañera parecía no haber notado la mirada de la otra mujer. Ella se concentraba viendo el cielo.

-La mañana es rosa –dijo ella riendo -¿Lo has notado?

-No –contestó Oliver.

Mentía. Fue lo primero que notó al salir de su casa; pero el hecho de tener otra cosa en común con ella le producía escalofríos.

-Me gusta el color rosa –decía ella, más para sí misma que para alguien más –. Pronto desaparecerá el color del cielo. El sol ya brilla fuerte.

Sus ojos rojos se pusieron tristes. Bajó la mirada de nuevo al automóvil y el tono rojo pareció volverse marrón común. Se frotó las manos y suspiró. Volteó a ver a Oliver, quien intentaba ignorar que sentía su mirada tan fuerte que lo ponía nervioso.

-No me he presentado, has de pensar que soy muy maleducada.

-La verdad no lo había pensado –contestó Oliver.

-Me llamo Silvia. Silvia Silvana Sanmiguel Sepúlveda –dijo ella, sonriendo, y anticipó cualquier comentario que pudiera seguir-. Mis padres estaban enamorados de la letra S. mi hermano se llama Sócrates Salomón. Creo que al menos a mí me fue mejor.

Aunque Oliver no pensaba hacer comentarios sobre su nombre, agradeció que aquella explicación saciara su curiosidad.

-Yo soy Oliver Vargas.

-Mucho gusto Oliver –dijo Silvia sonando como una adolescente-. Por cierto, puedes llamarme Sisi; es más sencillo.

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