-¿Quieres sentarte un momento? –le preguntó Silvia, señalando con la vista una banca en la acera.
Juntos se sentaron y por un momento no dijeron nada.
-El problema es dejar las cosas inconclusas –dijo Silvia.
Oliver no sabía muy bien de qué estaba hablando; pero ella continuó antes de que él pudiera preguntarle.
-Cuando algo queda inconcluso; la mente trata de encontrarle un final –le explicó-. Por eso te pasas las noches despierto, pensando en todo lo que está mal, en lo vacía que es tu vida. Por eso te despiertas y no sabes qué hacer más que lo que dicta la rutina. Por eso no disfrutas las fiestas, ni la comida, ni la compañía de nadie, incluso la tuya.
-¿Cómo sabes eso? –preguntó Oliver.
-Porque no eres el único que se ha sentido así.
La idea de que no era el único no lo hacía sentir mejor en absoluto, pero la idea de que ella lo entendiera, sí. Con su dedo pulgar acariciaba el de ella y se preguntaba por que no todos los días pudieran ser como ese. Le amargaba la idea de que ella se iría y que él regresaría a la rutina y todo perdería sentido de nuevo. Tampoco tenía fuerzas para luchar porque ella se quedara porque sabría que no duraría. Nada duraba.
-Todos cometemos errores Oliver –le dijo ella-; pero si no los enfrentamos nunca podemos hacer las cosas bien. Los errores son para aprender de ellos y continuar con algo nuevo.
-¿Algo nuevo?
-Algo que te guste, algo que disfrutes. –explicó Silvia-; pero para eso necesitas dejar atrás tus dudas.
Silvia lo miraba fijamente; pero los ojos de él estaban perdidos en el cielo. Sus dedos seguían entrelazados; pero ella notó que los de él ya no estaban fríos como antes. De pronto, él se volvió hacia ella como queriendo encontrar respuestas a todas esas preguntas que se hacía.
-¿Cómo lo hiciste? –le preguntó- ¿Cómo metiste un pensamiento en una caja y no permitiste que saliera.
La mirada de Silvia se volvió triste y él sintió como apretaba su mano contra la suya.
-Decidí que ya era suficiente.
El viento empezó a soplar más fuerte y frío y notó que Silvia era sacudida por un escalofrío. No sabía si fue debido al viento o a las emociones que despertó en ella el recordar aquellos pensamientos que habían estado guardados mucho tiempo. Cualquiera que fuera el motivo, él no tuvo más que abrazarla y sentir cómo se iba calmando en sus brazos. Oliver se sintió bien de poder reconfortarla, se sintió fuerte y útil para algo más que para encontrar errores en la contabilidad de alguna empresa desconocida.
Cuando se separaron, él le quitó los cabellos de la cara y levantó su barbilla con la mano.
-Creo que aún tienes una caja que buscar –le dijo él, sonriendo.
-Sí, es verdad –dijo ella y soltó una pequeña risa.
Se levantaron de la banca y continuaron caminando hacia el poniente. Platicaban como si se conocieran desde años atrás. Entre risas y bromas se acercaban y alejaban constantemente el uno del otro. Oliver no volvió a intimidarse ante el contacto físico con ella, e incluso no titubeaba en tomarla de la cintura y atraerla hacia él. Encontró la mirada de una mujer extraña que parecía decir que eran el par de locos enamorados más adorable que había visto y le gustó.
De pronto, Silvia se detuvo en seco y le brillaron los ojos al ver una pequeña caja metálica marrón con borde dorado que se exhibía en un aparador.
-¿Ésa es? –preguntó Oliver.
Ella asintió con la cabeza y lo jaló al interior de la tienda. Un hombre muy formal estaba a cargo e inmediatamente se dirigió a ellos para atenderlos. Iba a presentarse y a preguntarles si podía mostrarles algo, cuando Silvia lo interrumpió.
-Quiero esa caja –dijo señalándola con el dedo.
El hombre se dirigió al aparador, tomó la caja y regresó con ella al mostrador para enseñársela a Silvia.
-Éste es un especiero en miniatura –dijo el hombre-, contiene nueve pequeños frascos con diferentes especias. Aquí está la pimienta, comino, laurel…
Ella impidió que el hombre siguiera con la demostración y sacó todos los frascos del interior de la caja. La tomó en sus manos y la vio por todo ángulo. Después, miró a Oliver, muy satisfecha.
-Es perfecta –dijo, y después se volvió hacia el encargado-. Quiero comprarla.
El encargado estaba un poco confundido y trató de explicarle una vez más a Silvia que aquella no era una caja sino un especiero en miniatura y le mostraba todos los pequeños frascos con sus etiquetas. Como todo buen vendedor, encontraba las palabras precisas para describir cada cosa y resaltar su gran valor, y todo lo hacía mientras con cuidadosos movimientos de su mano izquierda procuraba que ningún cabello en su cabeza estuviera fuera de su lugar.
Silvia, tratando de ser todavía amable, manifestaba una y otra vez al encargado que no necesitaba un especiero, sólo la caja. Era claro que el encargado no entendería jamás, y Oliver hizo señas a Silvia de que le siguiera la corriente y comprara el especiero, con frascos y todo, después de todo, ya estaban incluidos en el precio. Silvia suspiró, dándose por vencida, y por fin accedió a comprar el especiero. Todavía le tomó un momento más al hombre empacar el especiero, meterlo en una bolsa y cobrar. Oliver insistió en pagar, pero Silvia no lo dejó.
-Creo que ya te he molestado suficiente el día de hoy –le dijo.
Oliver sonrió tratando de decirle que no era verdad. Ese día había sido por mucho, el más interesante en su vida desde hacía mucho tiempo. Salieron de la tienda muy contentos con la bolsa en mano e instintivamente caminaron en dirección opuesta al auto. Al pasar frente a un restaurante de comida china Oliver la invitó a comer. Silvia aceptó.
Se sentaron en una mesa con vista a la calle y se reían al recordar al encargado de la tienda.
-No puedo creer que le cueste tanto trabajo reconocer que sólo necesito una caja y no un especiero –decía Silvia-. Si le hubiera dicho que la quería para guardar un pensamiento seguramente habría llamado al manicomio.
Oliver rió y recordó cómo hacía unas cuantas horas él mismo había considerado que Silvia estaba demente. Ahora le parecía tan normal verla levantar las manos y las cejas para acompañar cada palabra que hasta temía haber enloquecido también. Verla a ella era ver todo lo que le faltaba. No le faltaba una mujer, le faltaba una razón para vivir. Se daba cuenta que aquello que le había faltado todo este tiempo hacía la diferencia para que dos personas tan parecidas como Silvia y Oliver fueran tan diferentes.
Estar con ella creaba la ilusión de que todo estaba bien, de que su vida estaba completa. Pero Silvia no le pertenecía. Para completar su vida necesitaba arreglar lo que en verdad era suyo: esa masa de pensamientos ambulantes y sin orden que día tras día y noche tras noche lo perseguían.
-Me hubiera gustado conocerte en otras circunstancias Silvia –le dijo Oliver-. Mi vida es un desastre en estos momentos. Me hubiera gustado conocerte con todo mi ser, no sólo con lo que queda de él.
-Yo creo que nos conocimos en el momento perfecto –le contestó ella-. Necesitaba algo más que un ride al centro esta mañana; necesitaba un amigo. Te necesitaba justo a ti.
Oliver la miró por un largo momento y deslizó sus manos sobre la mesa para tomar las de ella.
- Creo que tienes razón –le dijo-. El momento perfecto.
Después de salir del restaurante siguieron caminando por las calles antes de decidir regresar al auto, incluso se detuvieron en una plaza a tomar café con pan dulce. El camino hasta el auto pareció ser más corto de lo que ambos esperaban. Incluso sintieron algo de tristeza al darse cuenta que el día estaría a punto de terminar.
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